Juan Manuel de Prada, XLSemanal, octubre de 2020
Puesto que el saber ocupa lugar, la moderna pedagogía ha querido circunscribir su transmisión a aquellos aspectos o facetas que resulten más ‘accesibles’ y garanticen el ‘éxito profesional’. Inevitablemente, todas las disciplinas que explican nuestra genealogía cultural han sido relegadas a los desvanes de la incuria, en favor de disciplinas enfocadas a la consecución de ‘fines prácticos’. Pero desgajar la transmisión del saber del conocimiento de nuestra genealogía cultural nos condena a la intemperie más cruel, que es la de quienes no saben explicarse a sí mismos.
Las lenguas clásicas (que algunos, en el colmo del idiotismo, llaman «lenguas muertas») fueron las primeras damnificadas, por constituir un petulante desafío al utilitarismo y a la pedagogía de la facilidad, tal vez las dos mayores lacras de la educación moderna. No faltaron quienes trataron de defenderlas con argumentos débiles y, a la postre, contraproducentes, alegando que el griego y el latín subsisten en el vocabulario internacional de las ciencias o de los adagios jurídicos. Pero dedicar media docena de años al estudio del latín para luego poder hacer alardes eruditos y soltar en nuestra conversación cuatro latinajos (por lo demás incomprensibles para quien nos escucha) no parecía razón suficiente para defender las lenguas clásicas. Tampoco contribuyeron a la defensa de las lenguas clásicas, por cierto, quienes exaltaron las ventajas intelectuales de los «saberes desinteresados»; pues a una repugnante educación utilitarista no se debe oponer una educación elitista fundada en el mero lujo del saber.
Los pedagogos que erradicaron el latín de la educación sabían, en cambio, perfectamente por qué lo hacían. Y los guiaba el mismo propósito que, unos pocos años antes, guiaba a los innovadores religiosos que lo expulsaron de la liturgia. Unos y otros sabían que el latín modeló nuestro mundo (y, cuando escribo mundo, no me refiero tan sólo al mundo externo, sino también a nuestro mundo interior); y sabían que el mejor modo de aniquilar la pervivencia de ese mundo era desterrar el latín de la iglesia y de la escuela. Suele decirse, con frase un tanto mostrenca, que la cultura europea (y, por lo tanto, toda la mentalidad occidental) es una amalgama de elementos griegos, romanos y cristianos; pero lo cierto es que toda esa amalgama ha sido transmitida y conservada a lo largo de los siglos en latín. Todo lo que nos conforma por dentro, todo nuestro acervo moral e intelectual -nuestra herencia más verdadera e irrenunciable- ha sido formulado en latín. Los signos que componen nuestro alfabeto son latinos, la sintaxis y las relaciones gramaticales que empleamos al hablar son latinas, también las figuras retóricas a las que recurrimos para que nuestras palabras sean más expresivas. Y, en fin, todo nuestro universo espiritual fue formulado en latín, o al menos trasfundido al latín, para que no se perdiera en la noche de los siglos: los géneros literarios y las modalidades artísticas fueron formulados en latín; los conceptos de persona y de familia, de tradición y bien común fueron formulados en latín; las nociones de poder y autoridad, de amor y sabiduría fueron formulados en latín; los planetas y los metales, los vicios y las virtudes, los dogmas y los preceptos, los contratos y los testamentos fueron formulados en latín. Hasta nuestra alegría y nuestro llanto, nuestros piropos y nuestras invectivas fueron formulados en latín; y hoy lloramos y reímos, nos abrazamos y enfadamos porque el latín moldeó nuestras pasiones y sentimientos. El latín es el principio originario y la leche nutricia de todas las realidades divinas y humanas que integran nuestra vida; y, para desintegrar tales realidades, no hubo sino que expulsar el latín de nuestra vida. Es ley biológica infalible que el árbol al que se le cortan las raíces, como el niño lactante al que se aparta del seno materno, empieza por languidecer hasta morir por inanición. Sólo quien sabe de dónde viene puede saber hacia dónde va. Sólo quien está nutrido por el alimento que lo constituye es dueño del tiempo que habita; cuando ese alimento nos es arrebatado, nos convertimos en huérfanos a la intemperie, carne de cañón para las más diversas manipulaciones e ingenierías sociales, seres sin identidad y sin arraigo que navegan sin brújula a la deriva.
Por las venas y arterias de nuestra palabra y nuestro pensamiento discurría la sangre de la lengua latina. Alentaba toda nuestra vida, era propiamente nuestra alma; por lo que nada hay más grotesco que llamarla «lengua muerta». Quienes estamos completamente muertos somos nosotros, por dejar que nos las arrebatasen.
FUENTE: XLSemanal