José María Herrera www.elimparcial.es 25/05/2013

No hay razón para que el lector conozca a Wilfried Stroh, profesor emérito de filología clásica de la Universidad de Múnich. Su fama es reciente y está ligada al inesperado éxito de un libro sobre la historia de la lengua latina titulado “El latín ha muerto, ¡viva el latín!” El doctor Stroh ha venido a la península para promocionarlo y ha causado una gran impresión. Simpático y ocurrente, con pinta de sabio chiflado, se ha dedicado menos a cantar las excelencias de su ensayo que a reivindicar el latín, empresa en la que lleva ya muchos años. “¿No le parece que, para ser coherente, además de hablar latín, debería usted vestir a la romana?”, le preguntó un periodista chusco. Stroh, haciendo gala de buen humor, se excusó diciendo que sólo su mujer y un estudiante sabían hacer el tableado de la toga y que, lamentablemente, no habían podido acompañarlo.

La reivindicación del profesor alemán no es ninguna tontería. Durante siglos el latín fue la segunda lengua de la gente culta europea. Su sustitución por el francés y el inglés tuvo que ver con el auge de estos países, en los que se encarnaban los ideales modernos, y también un cierto progresismo. Aunque suele creerse que el declive del latín fue paralelo a la pérdida de influencia de la Iglesia Católica, cosa parcialmente verdadera, identificar esta con el latín es un error. El latín es la lengua oficial de la Iglesia, pero fue antes la lengua de los romanos y de los ciudadanos de su imperio, dentro del cual se hallaba grandes porciones de Europa. Prueba de su importancia histórica es que en todos los idiomas europeos el número de voces de origen latino es considerable.

Los enemigos del latín han alegado siempre que se trata de una lengua muerta. Stroh no sólo no lo niega —aunque hay revistas en latín, canales de radio y televisión que emiten en la lengua de Cicerón y foros en internet-, sino que cree que es justo esa condición petrificada la que la convierte en una herramienta muy recomendable en los tiempos que corren. ¿Acaso no es un problema lo que está sucediendo con el inglés, la actual lengua franca, debido al modo en que evoluciona en distintos lugares?, ¿no sería mejor servirse de un idioma que no cambia desde hace dos mil años y que puede actualizarse simplemente añadiendo palabras nuevas? La tesis no es nueva. Un humanista del XVI, Marco Muret, escribió algo parecido: “Se dice que la lengua latina y griega murieron hace tiempo. Yo opino que están vivas y plenas de fuerza, pues disfrutan de mejor salud desde que no están sometidas a la violencia del pueblo llano”. Quiten lo de pueblo llano, un concepto hoy incorrecto, y pongan en su lugar políticos incorruptibles, expertos y periodistas: quizá entonces no les parezca ya tan mal el comentario.

El estudio del latín fue considerado durante siglos fundamental para la formación de la persona porque ponía en contacto con los clásicos y, por lo tanto, con los hombres más nobles y penetrantes de la historia. A medida que el entusiasmo por la cultura clásica comenzó a decaer, fenómeno asociado a la idea progresista de que el pasado es una fuente de errores, las lenguas antiguas dejaron de interesar. La idea de que el dominio de la lengua latina puede franquear el paso a otras virtudes (idea humanista que Stroh defiende ingenuamente) es más bien peregrina. Sin embargo, parece incuestionable que su conocimiento proporciona un saber gramatical muy superior al que proporcionan el estudio de las lenguas modernas. Un alumno español medio se pasa doce años de su vida estudiando lengua (la lengua española, la lengua inglesa o francesa y la de su comunidad) y nunca termina de aprender qué demonio es el complemento directo, algo que sabía cualquier alumno de primero de latín el primer día de clase.

Yo no soy partidario del complemento directo. Me parece absurdo que los jóvenes se pasen la adolescencia analizando oraciones y sean luego incapaces de redactar una carta o de entender un artículo. Si el sistema educativo dependiera de mí eliminaría el estudio de las lenguas que ya se saben (la española y la de la comunidad) y dedicaría ese tiempo a la lectura y la escritura. Soy consciente, sin embargo, de que muy pocos piensan esto. La prueba la tienen en que a nadie le extraña que la nueva reforma educativa no toque la enseñanza de la lengua a pesar de ser una de las causas que justifica su necesidad. A fin de evitar que los chicos se pasen la mitad del horario escolar estudiando lengua y al final no distingan el sujeto del predicado, lo que se propone ahora es lo mismo que se viene proponiendo desde hace treinta años: jugar con la filosofía y la religión. De lo más lógico. A veces uno tiene la impresión de que a nuestro sistema educativo le ocurre lo que a esa gente que cuanto menos trabajo hace, menos tiempo libre tiene. ¡Qué bueno sería si se adoptara en toda Europa la alternativa que sugiere Stroh: convertir el latín en la lengua oficial de la comunidad y olvidarnos un poco de todas las demás!

FUENTE: http://www.elimparcial.es/el-latin-lengua-de-europa-123434.html