Roger Salas | París www.elpais.com 21/01/2008
El bailarín cubano Carlos Acosta triunfa con el gran personaje heroico.
La Ópera Garnier en pie. Emociones a flor de piel y una ovación ante telón de 10 minutos. Fue una noche memorable para el ballet, pero en particular para dos personas en las antípodas: la joven estrella del gran ballet actual, el cubano Carlos Acosta, y por otra parte el octogenario coreógrafo ruso Yuri Grigorovich.
El ballet Espartaco cerraba en la tríada de programas que el ballet del gran teatro Bolshói de Moscú ha traído durante un mes a París, en una larga gira invernal que ha puesto al servicio de la balletomanía francesa lo mejor de la tradición rusa.
Por razones diversas Acosta y Grigorovich volvían a tocar triunfalmente el techo de sus propias vidas artísticas; los éxitos de hoy convertían en laureles los sinsabores de antaño. Al primer bailarín cubano hoy mucha gente le califica como el nuevo Nureyev, y aunque no es aquí la ocasión para entrar en esas disquisiciones hay que decir que el empuje, energía y voluntad expositiva de este muchacho salido de un barrio pobre de La Habana y cuya historia sigue sonando a cuento de hadas, es extraordinaria. Cada uno en su tiempo, cada uno en su cuerda, son hitos de diversa índole y carácter de lo que es y será siempre la historia del gran ballet y lo que sí les espeja probablemente es la capacidad prismática y de ataque del cubano a la hora de bailar.
Por ejemplo, nada más lejos de Acosta que el personaje del gladiador convertido en líder revolucionario por mor del guión de Nicolai Volkov de 1964 que viendo el ballet entendemos que tiene mucho más de la lejana pomposidad de Gibbons que de la novela de 1874 de Raffaello Giovanoli, que retrata con ecos seudorrománticos las gestas imperiales. Sin embargo, es el carácter teatral de Acosta, que indirectamente y por un arco fantástico del propio teatro, alude a la tradición del cimarrón rebelde, que encuentra en este personaje rompecadenas el culmen de su carrera dentro del ballet teatral de argumento.
No es exagerado decir que Carlos Acosta borda Espartaco a partir de crearlo, de inventarlo en particular, virtuosismos aparte, pues siendo negro y robusto, pero no apolíneo (en cuanto al canon de Blasis), lo hace explosivamente dinámico, su versión del esclavo opta por alejarse inteligentemente de sus precedentes honorables, históricos y canónicos como Mijaíl Lavroski y Vladímir Vassiliev. Con Acosta puede hablarse incluso de una interiorización del dibujo coreútico hacia la creación de un héroe moderno.
Y es que esta coreografía que en 2008 cumple 40 años es el único producto con merecimientos propios sobreviviente del realismo socialista soviético y sigue habiendo dentro de la obra grandes momentos de buena danza y del apogeo del ballet acrobático masculino llevado hasta los límites de la resistencia calisténica de los bailarines.
Los decorados y vestuarios del georgiano Simon Virsaladze (que crearon escuela en su tiempo) siguen siendo eficientes, expresivos y modernos, cumpliendo los requerimientos del teatro de danza a gran escala. Lo mismo puede decirse del estilo de la obra donde el concepto del coro masculino es llevado por Grigorovich a cuotas excelsas, con la conservación de escenas prodigiosamente perfectas en la concepción y la planimetría como la bacanal (en la que se adivina una consciente inspiración sobre La noche de Walpurgis), el dúo dramático de la pelea de los gladiadores, la fiesta procesional de los romanos o la expresionista escena final con el lamento de Frigia, mujer de Espartaco.
En el reparto de los rusos hay que destacar el Crassus despótico y dominador que hace el joven Alexander Volchov, el tesón in crescendo de Nina Kaptsova, en el papel entregado de Frigia, y sobre todo María Allash en el papel de Aegina, la cortesana. Ella es una bailarina madura, llena de majestad y poderío que se estresa en los códigos clásicos de la casa imponiendo desde su respiración hasta su pose y donde el parecido con otras Aeginas de antaño es a veces algo más que una añorante figuración.
Al final salió a escena a saludar un anciano pero todavía vital Yuri Grigorovich como colofón a esta feliz iniciativa de la Ópera de París de albergar a otras grandes compañías que son parte responsables del precioso sostenimiento de una misma tradición. El Espartaco que vemos hoy es probablemente algo más frío y menos vitalista que el que nos dieron en su tiempo otras generaciones pero por dentro se mantiene muy viva la esencia que permite al ballet sobrevivir.