Pablo Ordaz www.elpais.com Roma 23/11/2014
El anfiteatro romano está siendo restaurado gracias a un patrocinio con una empresa privada
Desde la cornisa más alta del Coliseo, a la que solo se puede acceder a través del andamio colocado para su restauración, se disfruta de una vista maravillosa de la ciudad de Roma. Los 42 metros de altura y una mañana transparente permitían el viernes pasado divisar el monte Mario —la colina más alta de la ciudad—, la bandera del palacio del Quirinal, la cúpula de la basílica de San Pedro, el Panteón de Agripa e incluso, ahí abajo, la fachada rojiza del ático de Gep Gambardella, el protagonista de La gran belleza. Pero también, a vista de pájaro, mientras la conservadora Cinzia Conti, la arquitecta Pia Petrangeli y el ingeniero Stefano Podestà explicaban con pasión sus esfuerzos por restañar las heridas que los siglos y los hombres han ido causando al anfiteatro romano, se disponía de una clara perspectiva de la estupidez humana. Dos patrullas de los Carabinieri llegaban a toda prisa para detener a un turista ruso de 42 años que, utilizando una piedra afilada, había grabado la inicial de su apellido, una ka de considerables dimensiones, sobre un muro de la casa de los gladiadores. El “señor K”, que coronó su visita a Roma durmiendo en los calabozos, no es más que el heredero de una rancia estirpe de bárbaros que, confabulados con el incendio del año 217 o con el terremoto de 1349, se fueron encargando de desmoronar el anfiteatro que el emperador Vespasiano empezó a construir. De hecho, un buen número de sus piedras originales fueron utilizadas para construir palacios e iglesias –incluido el Vaticano— y muchas joyas del Barroco se levantaron sobre el travertino arrancado al Coliseo. De ahí el dicho: “Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”. No fue hasta el siglo XIX que la tendencia se invirtió y comenzaron —aunque siempre por debajo de las necesidades— las obras de restauración. Durante los últimos tiempos, rara era la semana que los periódicos locales no recogían algún incidente relacionado con la mala conservación del monumento. El Estado italiano apenas lograba mantener un patrimonio infinito, su mayor gloria y también su mayor vergüenza cuando un pedazo del propio Coliseo o de la Fontana di Trevi se desprendía y a punto estaba de descalabrar a un turista.
De ahí que la iniciativa privada, y en especial el empresario Diego Della Valle, dueño del grupo de artículos de lujo Tod’s, empezara a explorar la posibilidad de arrimar el hombro. La restauración del Coliseo, cuyo presupuesto total está valorado en 25 millones de euros, corre a su cargo. Pia Petrangeli, la arquitecta responsable del proyecto de patrocinio, explica que “la Superintendencia de Bienes Culturales de Roma sigue destinando parte de los fondos procedentes de las entradas —unos dos millones de euros al año— a la manutención del monumento, pero eso no es suficiente para afrontar la restauración del Coliseo en su conjunto. Por tanto, la idea no es sustituir la labor del Estado, sino garantizar la conservación de un monumento que nos pertenece a todos”. El proyecto, como explica Cinzia Conti, la responsable de la restauración de la superficie, se puede resumir en dos fases: “La primera es eliminar el depósito de suciedad que han ido dejando los siglos sobre la piedra. Y, una vez que descubrimos el verdadero color del travertino, llegamos al segundo objetivo: identificar las lesiones del monumento”. La limpieza, añade, “se realiza mediante agua atomizada, que es el económicamente más ventajoso —es agua del grifo— y sobre todo, menos dañino para la superficie. Porque la suciedad no solo nos esconde el color verdadero, sino también los daños estructurales”.
Y ahí es donde el ingeniero Stefano Podestà entra en acción: “Bajo la suciedad nos encontramos fragmentos de piedra de 20 y 25 kilos que están a punto de desprenderse y tenemos que valorar si debemos fijarlo o si es mejor quitarlos definitivamente por el bien de la estructura general del monumento”. La arquitecta Petrangeli y la conservadora Conti están de acuerdo en que en ningún caso se trata de devolver el Coliseo, de forma artificial, a su estructura original, sino de respetar el paso del tiempo: “El actual carácter del Coliseo es el de una estructura discontinua, una geometría rota por el tiempo y la historia. No necesitamos repetir el pasado, sino revalorizar lo que ya tenemos”.
Un monumento que, ya sea desde los 42 metros de su cornisa más alta o desde las galerías subterráneas por las que eran izados hacia la arena leones, tigres o búfalos, sigue ofreciendo a los miles de turistas que lo visitan cada día fiel testimonio de la grandeza del Imperio. A pesar de los terremotos, los bárbaros propios y ajenos y la estupidez del “señor K”.
FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/23/actualidad/1416697451_581258.html
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