Kusadasi (Turquía) | Héctor de Mauleón www.eluniversal.com 18/12/2005
Más de un siglo de excavaciones han logrado sacar a la superficie 30% de la urbe original.
Si no fuera por un cartel que avisa a los viajeros que en este valle próximo al Egeo se alzó el edificio más bello que hubo sobre la Tierra, uno podría seguir de largo hacia las colinas cercanas, sin reparar en la solitaria columna, rodeada de nubes, que se yergue en la región más pedregosa del valle. Es todo lo que queda del legendario Artemisión, el famoso santuario de la diosa Artemisa, que alguna vez encabezó las siete maravillas del mundo antiguo.
Algo parecido le ocurrió, hace 142 años, al arqueólogo inglés J. T. Wood, quien alucinado por un relato de Antípatro de Sidón, desembarcó en 1863 en las costas de Asia Menor para buscar el monumento que los antiguos habían considerado la obra arquitectónica más bella del mundo. El templo había sido destruido en forma tan completa, que Wood siguió de largo y se gastó, excavando en los alrededores, la mayor parte de los 80 mil dólares con que el Museo Británico había financiado su expedición. No fue sino años más tarde, y después de haber removido 100 mil metros cúbicos de lodo, que los cimientos de la estructura emergieron de un sueño subterráneo que se había prolongado durante casi 2 mil años.
"He posado mis ojos sobre la muralla de la dulce Babilonia, que es una calzada para carruajes, y la estatua de Zeus de los alfeos, y los jardines colgantes, y el Coloso del Sol, y la enorme obra de las altas pirámides, y la vasta tumba de Mausolo; pero cuando vi la casa de Artemisa, allí encaramada en las nubes, estos otros mármoles perdieron su brillo, y dije: aparte de desde el Olimpo, el Sol no pareció jamás tan grande", había escrito Antípatro siglos antes.
La belleza fue para los griegos, sin embargo, un don terrible. En el año 352 a. de C. un demente llamado Eróstrato se lanzó en busca de la inmortalidad e incendió el templo de Artemisa para que su nombre fuera recordado en el mundo entero.
Entre las ruinas que esa noche ardían a orillas del Egeo, los habitantes de Éfeso tramaron su venganza: prohibieron, bajo pena de muerte, que el nombre de Eróstrato fuera pronunciado (hoy lo conocemos porque el geógrafo Estrabón relató el suceso en una de sus obras).
Aquella noche se perdió un templo cuatro veces mayor que el Partenón, que había sido construido a lo largo de 120 años y contaba con esculturas de algunos de los mayores artistas griegos. Dos milenios más tarde Wood sólo pudo rescatar una de las 117 columnas que sostuvieron el edificio. Pero los años que este arqueólogo pasó en las llanuras turcas, dando palos de ciego con el barro hasta las rodillas, sacaron a la luz el prodigio de una ciudad de mármol que había permanecido sumergida en el lodo: Éfeso, un museo al aire libre que Herodoto había considerado "la primera y más importante de las metrópolis de Asia". El más rico centro comercial que hubo jamás en los confines del helenismo.
"No un puñado de piedras en lo alto de una colina, sino una ciudad entera, con sus calles, sus casas y sus templos", dicen de Éfeso los guías turcos, con intención de abollar un poco el prestigio turístico de la metrópoli rival: la Acrópolis de Atenas. Y aunque el tono que usan recuerda al de los comerciantes de alfombras del cercano puerto de Kusadasi, difícilmente podrá hallarse en el mundo un sitio arqueológico tan bien conservado. Éfeso es una fotografía. Y en esa fotografía, la que posa es la historia.
Sin embargo, más de un siglo de excavaciones ininterrumpidas no han logrado sacar a la superficie más que 30% de la ciudad original. A pesar de los tesoros que durante 14 décadas sus entrañas han entregado a los arqueólogos, hace apenas tres años se le declaró Patrimonio de la Humanidad. Ni siquiera de lejos rivaliza con el interés turístico que despiertan Atenas y Olimpia, entre otras ciudades griegas. Sólo algunos barcos que en los meses de verano recalan en la costa ardiente, arrojan racimos de turistas que casi nunca saben lo que van a hallar y casi siempre dejan la ciudad con el rostro demudado. Éfeso provoca en el viajero un efecto demoledor, a juzgar por los murmullos y las exclamaciones que constantemente se escuchan en sus calles blancas.
"Heráclito camina por la tarde / de Éfeso", escribió Jorge Luis Borges en uno de sus poemas más recordados. Hoy, en la calle de los Curetos o en la extensa Vía de Mármol, escoltada por fustes truncados de grandes columnas, capiteles de templos, esculturas monumentales y amplias salas en ruinas, el rumor del viento que corre entre los árboles y las aves que cantan en las ramas cercanas, producen una atmósfera semejante a la que debió acompañar, en el siglo V a. de C., los paseos del filósofo que sentenció que nadie baja dos veces a las aguas del mismo río.
Lo que no hay modo de imaginar es el clima de ebullición que durante más de un milenio (entre los siglos XI a. de C. y III de nuestra era) vivió esta perla del Asia Menor, poblada por más de 200 mil habitantes y señalada como la ciudad más importante de cuantas vivieron de cara al Egeo.
Heráclito caminó por la tarde de Éfeso, lo que quiere decir que en esta ciudad se reflexionó por primera vez sobre el pensamiento y el lenguaje humano. Lo que quiere decir que aquí surgió el Logos.
Por estas calles pasaron alguna vez el historiador Herodoto, el cronista Plinio El Viejo, el escritor de viajes Pausanias, los emperadores Alejandro Magno, Marco Antonio y Cleopatra, los apóstoles Pablo y Juan (que escribió su evangelio en alguna de estas casas en ruinas) y, según las resoluciones del Concilio Ecuménico del año 431, también la Virgen María, que después de la muerte de su hijo se habría refugiado en la ciudad para habitar una modesta casucha en el monte Coressos.
Templos, mercados, palacios, plazas, gimnasios, baños públicos, bancos, edificios gubernamentales y un estadio capaz de albergar a 24 mil espectadores, recibieron asiduamente la visita de reyes, viajeros, filósofos, hombres de ciencia y mercaderes procedentes de todos los puntos del orbe helénico. Y aunque siguen ahí esos edificios, hoy cae sobre la ciudad un silencio oscuro, tocado por la magia del tiempo.
En los años 354, 358 y 365 d. de C., Éfeso sufrió los efectos de tres terremotos que la hirieron de muerte. El verdadero fin, sin embargo, no vino con los sismos. Posiblemente inspirado en el río Caistro, que había colmado de dones a la ciudad, Heráclito cinceló el más famoso de sus aforismos. Durante cientos de años, sin embargo, ese río arrastró desde las montañas grandes aluviones que convirtieron la tierra, antes fértil, en un espeso pantano. La perla del Egeo se trastocó lentamente en una región insalubre, un infierno de humedad y de mosquitos, y de mortales epidemias de malaria.
Éfeso se volvió, así, una ciudad enferma. Tuvo que ser abandonada. El pantano la cubrió durante los siglos siguientes, y lo hizo de forma tan completa que incluso el sitio donde había existido fue olvidado.
Nadie baja dos veces al mismo río. El aforismo se cumplió en el Caistro, que fue uno cuando le dio y otro cuando quitó la vida a esta ciudad jonia. Éfeso, a pesar de todo, sigue haciendo que otros mármoles pierdan su brillo.
El viento baja del monte Ayasuluk y mece ahora las copas de los árboles. El mármol resplandece bajo un cielo inusitadamente azul. Se dice que al cruzar la puerta Magnesia, que conduce a las afueras de la ciudad, también los viajeros dejan de ser los mismos. No olvidan nunca la ciudad, y sin embargo nunca más volverán a encontrarla. Porque la maldición de Heráclito pesa sobre Éfeso, y ésta está obligada a cambiar, al igual que el río, segundo a segundo.