Manuel Rodríguez Rivero www.elpais.com 01/02/2014
Para controlar el presente y el futuro, es preciso controlar el pasado.
Grecia fue la sustancia de la que se alimentaron los sueños nazis. No la Grecia que fue, sino una inventada a medida: una fábula de pureza sin mácula que inspira las esculturas de los apolíneos guerreros neoespartanos de Breker, ilumina los cuerpos hiperideologizados de los atletas en la Olympia de Riefenstahl o informa la arquitectura imperial de Speer o Troost. Una Grecia de leyenda y obsesivamente estetizada: la antigüedad fundadora de Europa reconfigurada y puesta al servicio del mayor proyecto totalitario y genocida de todos los tiempos.
Los griegos iban a convertirse en los antepasados del hombre nuevo germánico, por eso Alfred Rosenberg afirmaba que debían de proceder del Norte: no en vano las virtudes que se atribuían a su civilización precristiana eran las mismas que Hitler deseaba infundir en los súbditos del arianizado Reich de los mil años. Y lo mismo querían Himmler, gestor del Holocausto, y Darré, el ideólogo del “sangre y suelo”, y los millones que les siguieron o miraron a otro lado, incluyendo al joven Heidegger, que participó del entusiasmo clasicista convencido de que la única posibilidad de ruptura con la (nefasta) modernidad técnica era el retorno a la primordialidad del pensamiento griego.
Para controlar el presente y el futuro es preciso controlar el pasado: en Los nacionalsocialistas y la Antigüedad, un estupendo ensayo recientemente publicado por Abada, el germanista francés Johann Chapoutot, explica detalladamente el proceso por el cual el nacionalsocialismo trató de forjarse una identidad ficticia y justificatoria. Se hacía preciso construir un mito heroico para una raza destinada a enfrentarse a enemigos poderosos y malignos (los judíos, los eslavos): la Germanía de Tácito (véase El libro más peligroso, de Christopher Krebs, en Crítica), con su idealizada versión de los incontaminados pueblos bárbaros no era suficiente, como tampoco lo había sido la historiografía romántica yvölkischdel XIX, de modo que Grecia proporcionaría el modelo civilizador y Roma la idea de imperio. Chapoupot explica que fue Platón, y no Nietzsche, el verdadero filósofo adoptado por los nazis, quienes retorcieron su lectura para convertirlo en el pensador de la dictadura de los elegidos y el Estado racista.
Claro que la antigüedad inventada era el modelo y el camino, pero también la advertencia (y quizás la profecía): la civilización antigua fue destruida cuando griegos y romanos pelearon entre ellos y se aclimataron a la cultura “degenerada” del enemigo; cuando su raza se mezcló con los “subhumanos” que querían destruirla (orientales, judíos) y sus pueblos abrazaron el pacifismo; cuando olvidaron que la mejor defensa es la guerra preventiva y la limpieza étnica. Así se alimentó una ideología que, como reitera Chapoutot, “abandonó desde el principio el orden de la historia para abrazar el del mito, donde todo es símbolo y significado, donde todo azar es convertido en necesidad”. Y donde hasta el pesticida Zyklon B acabaría encontrando su sentido más ominoso.
FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/01/28/actualidad/1390932772_758839.html