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Tiene su poesía que fuera la nieve la que acabase con La Nevera. Ese nombre remite a un mundo ya deshecho donde hacer deporte pasando frío entraba dentro del trívium esperable en cualquier educación. Un mundo que hacía chanza y bandera de la propia precariedad material. A juzgar por la última legislación educativa española, de derecha y de izquierda, también parece periclitado el tipo humano que alumbró el peculiarísimo invento que tuvo en La Nevera su hogar más reconocible: un profesor de latín.

Es difícil localizar entre las motivaciones de Antonio Magariños ningún compromiso con el termómetro cuando organizó aquello que terminó llamándose Club de Baloncesto Estudiantes, después de unos primeros lances donde se presentaba tan sólo como «Ramiro de Maeztu». Ése es el nombre del instituto masculino donde era catedrático de latín.

Este instituto tiene ahora cierta fama de ser un colegio privado encubierto. Dejando a un lado tanto el fundamento como la falsedad de esa acusación, habría que reconocer que Antonio Magariños fue uno de los principales promotores de esa diferenciación y, al mismo tiempo, un conspirador público contra la desigualdad de clase. Es muy posible que el Ramiro sea uno de los cincuenta high schools de todo el mundo que haya albergado en sus aulas a más jugadores de la NBA. También es el centro educativo que presenta más alumnos a la selectividad de toda su provincia (y con gran probabilidad de toda España); una extraña manera de apuntalar el privilegio. En ambos récords, Antonio Magariños aparece tras la escena. No sólo fundó Estudiantes, también creó en el Ramiro el primer Bachillerato Nocturno de España que sigue reuniendo un alumnado muy numeroso.

Es seguro que las posibilidades materiales de tales hazañas habrían sido muy otras de no estar en el centro público de enseñanza media más privilegiado del país por varias razones: sus vínculos con el ministerio de Educación, el legado del Instituto Escuela donde también enseñó Magariños y su significativa localización urbana. Sin embargo, no bastan buenos ingredientes para armar un guiso excepcional. Como del soldado del poema se puede decir que «más de un hombre fue aquel hombre». Los profesores de instituto, damas y caballeros con sueldo digno y una identidad pública asociada a una disciplina académica, alcanzaban quizá su versión sublime en los enseñantes de lenguas clásicas. Unos tipos que tenían por obligación profesional abrir a los muchos una ventana que durante siglos estuvo reservada a los muy pocos. No es misión banal hacer de la tristissima nocte de Ovidio y el dona ferentis de Virgilio, lugares familiares de la memoria a quienes se enfrentarán a noches tristes y caballos de Troya, pero todavía no lo saben.

Sin embargo, más allá de los misterios del quod y los ritmos ditirámbicos, los profesores de latín y griego ofrecían la posibilidad al alumno de conocer a unos sujetos que en su juventud habían escogido la sabiduría y la belleza como las habitaciones de su propia vida. Guardianes de un viejo tesoro que llevaba sus horas llegar a conocer. Había algo en la pureza de ese conocimiento que hacía a sus participes sacerdotes privilegiados de la transmisión, la enseñanza, la cultura y el estudio. Virtudes que no parecen ajenas a la tarea de un instituto. Así, los profesores de latín y griego se revelaban los principales activos en hacer del instituto algo más que un expendedor de títulos o una guardería de adolescentes. A menudo, eran los que viajaban por Europa a fin de curso con los alumnos o quienes les recibían en sus casas años después de terminar el bachillerato.

Hay quien se indigna ante la falta de consideración a las tradiciones culturales, pero considera que si se estudia latín no se encontrará empleo. Es verdad que para ser camarero no hace falta el latín, pero tampoco es muy necesario saber programación. Otros lamentan el economicismo de una educación enfocada en producir mano de obra para el mercado, pero creen que el latín es antiguo, autoritario o, peor aún, memorístico. Sea como fuere el latín lo tiene muy mal. El griego ni mal ni bien, ya fue abolido con la debida discreción.

En el caso de Magariños tiene su gracia que el origen de tamaños experimentos pedagógicos en órdenes de tanta enjundia como la «educación inclusiva», la «identidad de centro», la «educación fuera del aula» o el «trabajo cooperativo» fuera un señor encorbatado que enseñaba latín. No es fácil encontrar en Madrid un ejemplo más ajustado de «hiperaula interactiva, abierta y diáfana» que la difunta Nevera. Seamos de izquierdas o de derechas, qué ya se verá, en pocos años habrá que ponerse de acuerdo de nuevo para que sea más difícil todavía que alguien que haya leído a Cicerón pueda enseñar en un colegio. No digamos ya montar un club de baloncesto o un bachillerato nocturno. Por supuesto, generosidad tan estupenda deberá dispensarse tanto a la pública como a la concertada. No caben distingos con la bondad.

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