Bulla Regia fue la capital, en el siglo II a.C., de uno de los tres reinos númidas creados por Roma tras la muerte de Masinisa. El reinado largo y pacífico de Micipsa (MKWSN en inscripciones del libio y del púnico) 148-118 a.C., desempeñó un papel importante en la consolidación de la guerra humana y económica que oponía al rey Jugurta de Numidia a Roma.
César recompensó las ciudades que se habían unido a él o habían seguido siendo neutrales durante la guerra civil. Ya en el primer siglo, Bulla se convirtió en un Municipium (además de la adquisición progresiva de la ciudadanía romana, la ciudad designó libremente a magistrados que la representaban.) y en el siglo II, Bulla obtuvo el estatuto de colonia, adquirido bajo Adriano (117-138 d.C.). Este estatuto significó que la ciudadanía romana de sus habitantes se convirtió en completa.
Hacia el siglo III d.C. se construyeron la mayoría de los edificios públicos, símbolos de la civilización romana. Formó parte de la provincia del Africa Proconsularis, y la romanización de la clase aristocrática fue rápida y profunda. Esta aristocracia debía su riqueza a la producción y exportación de aceite de oliva.
Lo que hace diferente a esta ciudad de otras de la antigüedad clásica son sus casas, con las habitaciones dispuestas alrededor de un patio central a dos niveles distintos, uno a la altura de la calle y otro subterráneo (para protegerse del fuerte calor del estío norteafricano), parecen ser una creación local sin paralelo en ningún otro sitio, y con un probable antecedente en las casas troglodíticas de Matmata, también en Túnez.
Entre las que se han excavado hasta ahora, sobresalen por su extensión, originalidad arquitectónica y belleza decorativa, la Insula de la Caza, la Casa de la Nueva Caza, la Casa de la Pesca y, sobre todo, la llamada Casa de Anfitrite, que conserva los mosaicos más hermosos y mejor conservados de la ciudad, como el llamado Triunfo de Venus.
En la llamada Casa de Anfitrite vemos un personaje femenino que da nombre a la casa, Amfitrite, «la reina del mar», «la que rodea el mundo», perteneciente al grupo de las Nereidas, hijas de Nereo y Doride según la Mitología griega. Obviamente, aunque romanizada, estamos ante una imagen de la Astarté marina, protectora de los navegantes fenicios y púnicos. Y también diosa de los muertos, los Infiernos y en suma, la vida eterna, como Perséfone (Grimal, P. p. 30-31). También la acompañan una serie de divinidades marinas, identificadas por las patas y antenas de crustáceo y otras divinidades menores, como amorcillos.
Rodeada de motivos marinos, perteneciente a su mundo bajo el mar, la diosa, o nereida en este caso, está acompañada con una serie de personajes no solo marinos sino esta pequeña figura sobre un delfín, animales éstos que la condujeron ante Poseidón, para hacerla su esposa, pero también, al reino de los muertos, convirtiéndola así en la «Reina del Mar» y del Más Allá.
La iconografía del espejo es a la vez, un símbolo de la «inversión» y la magia de la Reina de los Muertos (Hécate y Perséfone en Grecia tienen las mismas características), simbolizada por este espejo. El delfín es aquí un animal psicopompo que lleva al Más Allá y a la inmortalidad.