Álvaro Cortina | Madrid www.elmundo.es 16/09/2009
Hoy, en España, el éxito se hace con la sola polémica. Hay que decir las cosas de un modo muy tajante y, a poder ser, despreciativo. Da igual de qué, hay que pontificar. Un ejemplo, entre muchas otras aberraciones, podría ser Risto Mejide, que gana considerables sumas de dinero largando machadas mientras le aplaude el personal. Gafas oscuras, cara de malo incorregible, primeros planos y mucho éxito.
Por contra, Adrian Goldsworthy, que también tiene gafas, pero de las normales, es toda una lección de ecuanimidad inglesa. Es un doctor de Oxford que ha escrito ‘La caída del imperio romano’ (La Esfera de los Libros), que, frente a la polémica prefiere aportar un poco de sentido común. «Quiero dar unas cuantas evidencias históricas, para que los lectores saquen sus propias conclusiones», comenta, con el soniquete inevitable del acento británico.
Siguiendo la senda que ya inauguró Edward Gibbon, Goldsworthy propone nuevos contrastes y un relato apasionante que dura cuatro siglos, desde el final de los Antoninos, aún en esplendor, pasando por la defenestración del Imperio de Occidente hasta el siglo VI, en Bizancio. Sin olvidarnos del trascendental Primer Concilio de Nicea, del año 325, que legalizó oficialmente a los cristianos.
«Es extraño lo poco que afectó la religión cristiana al ‘ethos’ del Imperio romano. Porque la integró totalmente. El emperador se convirtió en sumo pontífice máximo. Antes, Marco Aurelio se quiso favorecido por un Dios particular después de cada victoria. Constantino, igual, pero con el Dios cristiano», explica.
En este aspecto, según Goldsworthy, Gibbon exagera la influencia de la nueva religión monoteísta en el declive de aquella civilización. «Es muy crítico con la Iglesia. De joven se convirtió al catolicismo en la Inglaterra del siglo XVIII, cosa poco recomendable. Y su padre lo mandó a Suiza calvinista para que cambiara de doctrina». Opina que la visión del clásico contiene un poco de resentimiento. En este aspecto, concluye, «fue un poco cínico».
La política y la milicia, asegura, no percibieron la diferencia de la nueva religión imperante. Es más, la misma especulación teológica se pudo nutrir de los eventos de la Historia. ‘La ciudad de Dios’ de Agustín de Hipona se entiende en el contexto del fin de Roma, que fue el fin de un mundo que muchos creían eterno.
El año 476, año en que fue depuesto Rómulo Augústulo, con poco más de 10 años, por el bárbaro Odoacro, se tiene como el fin de Roma occidental. «Existe una amarga ironía en el hecho de que el último emperador hubiera sido bautizado con el nombre Rómulo en honor del mítico fundador de Roma y de que el apodaran ‘el pequeño Augusto'», considera el historiador. Augústulo, por cierto, es diminutivo de Augusto.
Pero también en torno a cuándo fue el fin hay mucho que discutir. Como en todo. Este trabajo de Goldsworthy intenta descubrir («evidenciar», como él dice) los gérmenes de esa extinción. No han sido motivos religiosos, como se ha visto. Este inglés coteja sin decantarse, eludiendo hablar ex cátedra, evitando «dar titulares». El asunto es complejo.
No se puede hablar de un año en particular. «Es mejor ver este proceso con distancia. Entre Adriano, Marco Aurelio hasta Rómulo Augústulo la diferencia es bastante impresionante. No hay un claro elemento singular. Y por eso la caída del Imperio romano es un tema que nunca se pasa de moda», dice Goldsworthy, que, inglés como es, usa el «bastante», el quite para atenuar las palabras grandes y gordas. Una cosa no es «impresionante», no; es «bastante impresionante». Los ingleses son civilización pura mientras hablan.
Causas del fin
Si en el siglo II (donde empieza este libro) Roma era la potencia más importante del mundo conocido, ¿qué ocurrió en dos siglos? «Las generaciones de la época carecían del severo sentido de la virtud de las antiguas generaciones que habían contribuido a la grandeza de Roma», cuenta el profesor, de apellido complicado pero muy agradecido al ser pronunciado en alto con la pronunciación requerida.
«Había escasa motivación para el talento genuino», continúa. Aparte de las invasiones bárbaras, el Bajo Imperio sufría una hipertrofia administrativa, una intoxicación de burocracia, una debilidad de raíz espiritual. Y desconfianza entre las jerarquías, pues se fragmentaba el poder en muchos bandos.
De todos los personajes históricos que aparecen en su triste crónica antigua, Goldsworthy, el simpático profesor oxoniano, se queda con Marco Aurelio, el rey filósofo. «Uno de los que creo que conozco mejor como persona es él. Tiene algo increíble este hombre que es dueño del mundo que está desesperado por no corromperse y hacer las cosas con rectitud. Juliano, en cambio, siendo como fue un gran hombre, estaba demasiado centrado en sí mismo». Discreto, ingenioso, matizado, inglés, Goldsworthy es una razón importante para poner el History Channel (donde colabora) y no Telecinco. Y de paso puede uno ponerse un té con pastas.