Eduardo García www.lne.es 13/02/2011
La nueva Ortografía de la Real Academia explora el camino seguido por los actuales 27 grafemas -despedidas ya la «ch» y la «ll»- del abecedario español.
Veintisiete letras. En ellas se resume el abecedario español desde la publicación de la nueva Ortografía de la Lengua Española. Antes eran 29, pero se han «caído» la «ch» y la «ll», que pasan de ser grafemas a ser dígrafos, palabras que parecen haber sido inventadas por el enemigo. La nueva Ortografía, en la que jugó un papel decisivo -coordinador del proyecto- el académico asturiano Salvador Gutiérrez Ordóñez, explica el origen del abecedario español. El alfabeto español viene del latín, que a su vez procede del griego. Y en medio, el alfabeto etrusco.
Los etruscos hablaban una lengua no indoeuropea, aún no descifrada del todo, y su abecedario era una especie de variante occidental del alfabeto griego. Hablamos de un pueblo asentado en la península Itálica a comienzos del primer milenio (a. C.), mucho antes de que se fundara la ciudad de Roma, génesis del Imperio. La actual provincia de la Toscana (la de Florencia, Siena, Pisa…) fue el corazón del asentamiento etrusco.
El abecedario latino estaba compuesto por 21 letras, el esqueleto del alfabeto español actual. Por cierto, todas representadas con mayúscula como mandaba la tradición romana (no es casualidad que los números romanos estén diseñados en mayúscula). En esa lista de 21 letras estaban todas las actuales menos la J, la Ñ, la U, la W, la Y y la Z. El orden de colocación en el alfabeto latino era prácticamente el mismo que el actual.
La G, por ejemplo, era algo así como una recién llegada porque los romanos siempre utilizaron la letra C para representar el fonema /g/. Fue en el siglo III (a. C.) cuando a la C se le añadió un trazo en su parte inferior y nació la G (tampoco es casualidad, por tanto, que las dos letras tengan cierto parecido ortográfico). Los romanos habían heredado de los griegos la letra Z, retirada de su abecedario cuando en su idioma, el idioma del Imperio, desapareció el fonema que la Z representaba. La Z estaba colocada entre la F y la H, y precisamente en ese hueco instalaron la nueva G.
Roma, que había bebido culturalmente de Grecia, acabó por conquistarla a mediados del siglo II (a. C.). Las armas eran de Roma, pero la cultura helénica entró a saco entre los conquistadores. Tal influencia generó una rápida incorporación al latín de numerosos términos de origen griego, lo que motivó una ampliación del abecedario. Ya hablamos antes de la Z, y ahora hay que hablar de la Y, que por algo se denomina «i griega». Roma decide incorporarlas al final de la serie y a partir del siglo I (a. C.) el alfabeto latino pasó a constar de 23 letras.
Por tanto, las letras del actual abecedario español que no formaban parte del inventario latino -leemos en la nueva Ortografía de la Real Academia Española- son la U, la J, la Ñ y la W.
Las formas de la U y la J existían ya en la escritura latina, pero como variantes respectivas de la V y la I y, de hecho, el punto sobre la J minúscula es herencia del punto sobre la I minúscula. Y como tales variantes pervivieron durante siglos. Fue a lo largo del XVI y XVII cuando el uso les dio marchamo de letras con toda autonomía. La U y la I se reservaron para los fonemas vocálicos, y la V y la J para los consonánticos. ¿Dónde instalarlas? Pues al lado de las letras a las que históricamente estuvieron vinculadas: la U, junto a la V, y la J, junto a la I.
El abecedario español estaba ya casi completo en el Siglo de Oro. A excepción de dos letras: la Ñ y la W. La Ñ tiene su origen en el dígrafo NN, abundante en el español medieval. En realidad, la Ñ es una abreviatura de ese dígrafo que poco a poco acabó convirtiéndose en letra. La pequeña raya sobre la N servía para diferenciarla de esta letra, presente en el abecedario español desde sus inicios. A esa raya superior el Diccionario de la RAE la denomina virgulilla, que está especificada como «el apóstrofo, la cedilla, la tilde de la letra ñ». La situación de la Ñ en el abecedario estaba cantada: por detrás de la letra N, de la que procede.
Y lo mismo sucedió con la letra W, la última en incorporarse al abecedario español. Una incorporación que no se decidió oficialmente hasta la publicación de la Ortografía académica de 1969. La W, para qué decirlo, es letra que procede de un dígrafo, como su nombre indica. Llega a nuestro abecedario para representar fonemas de las lenguas germánicas, pero a muchos les extrañará que ya se usara en la Edad Media en la escritura de determinados nombres extranjeros. En España, durante el tiempo en que la W estuvo en el limbo, hubo muchas palabras que trocaron la W por la V (la Ortografía de 2010 menciona, como ejemplos, las palabras vagón o váter, que acabaron consolidándose). Hoy, a nadie sorprende ver las palabras waterpolo (aunque muchos siguen expresándola con la V), sándwich (con tilde en la á, porque ya es una palabra española a todos los efectos) y, por supuesto, web, una palabra impensada hace apenas veinte años.
Así que en 1969 se completó nuestro abecedario que ahora cambia, a la baja, con la exclusión de las ya referidas Ch y Ll.
Junto a las letras heredamos sus nombres. La mayoría proviene del latín, con fórmulas fonéticas simples: añadiendo una vocal a ese sonido primigenio (ge, ce, pe, te…) o incluyendo el sonido entre vocales (efe, ele, eme…). Hay tres letras que en latín representaban el fonema /k/ que añaden vocales de apoyo distintas: son la C, la K y la Q.
La X tuvo su nombre, la «ix», la Y -que es la ípsilon griega- se quedó en «i griega» y ahora la Ortografía recomienda el cambio de denominación por el de «ye» siguiendo la norma general marcada para la mayoría de las consonantes del abecedario español. Por último, la Z es la única letra que conservó el nombre griego como tal: zeta.
Hay nombres que requieren explicación. El de la letra H, por ejemplo. Parece tener su origen en Francia, asevera la Real Academia Española, nombre que heredamos a finales de la Baja Edad Media. El nombre francés «hache» tiene que ver con el del latín vulgar «hacca» que responde al sonido aspirado de esta letra. El problema fue que ese sonido aspirado desapareció muy pronto del latín hablado.
El nombre «uve» protagoniza una de las historias más sorprendentes del idioma español. Es una denominación que no se incorpora al Diccionario oficial de la RAE hasta el año 1947, y a la Ortografía hasta 1969. Decenas de generaciones españolas estudiaron la «uve» como «u consonante» para diferenciarla de la «u vocal». En 1869 pasó a denominarse «ve» siguiendo la pauta característica de los nombres de la mayoría de las consonantes. «Durante mucho tiempo ésta fue la única denominación reconocida para la V». El nombre «uve» nace, lógicamente, de la necesidad de distinguir oralmente el nombre de las letras B y V, tal como explicó el académico asturiano Salvador Gutiérrez Ordóñez en la presentación de la Ortografía.
De la V la Ortografía recoge varias denominaciones históricas, muchas de ellas aún en vigencia en América: «uve», «ve», «ve corta», «ve chica», «ve pequeña» y «ve baja».