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EL PAÍS Andalucía, 21 de noviembre de 2001

LUIS MANUEL RUIZ

Sócrates

La historia de Occidente se encuentra contenida en la fealdad de un hombre. De su legendario rostro de animal de ganado dan testimonio las diversas personas que lo conocieron, todos los que llenaron libros recordando su nombre, sus prosélitos y sus detractores, algún escultor que tardíamente talló sus rasgos sobre el busto de un sileno. Resulta imposible ponerlo entre paréntesis, tratar de tacharlo de las crónicas y continuar refiriéndonos a nosotros mismos: es un capítulo obligado de nuestras certezas, una provincia a la que los mapas del alma no pueden renunciar.

Un hermoso verso de Borges intenta columbrar cómo habría sido ese mundo en negativo 'sin la tarde de la cruz y la de la cicuta': los clásicos son esos hitos insalvables de la cultura cuya presencia en nosotros ha terminado por volverse tan forzosa como la propia naturaleza; la mariposa y Sócrates se revelan como manifestaciones análogas de Dios o del azar. Parece llamativo que en estos tiempos tan proclives a las efemérides y los panegíricos, poca gente se acuerde de señalar que hace ahora dos mil cuatrocientos años moría envenenado el padre de todos nuestros cerebros. Aquel griego monstruoso y palabrero, con los epígonos que llegarían detrás de él, separó definitivamente el Oriente místico, amante del anonimato y de la molicie, de un nuevo continente lleno de individuos, curiosos, feroces, devotos de la novedad. La ciencia, la filosofía, el arte, dependen de la independencia del sujeto, de la voluntad de quien un día decide desatarse de las trabas de la tradición y aproximarse al universo con los ojos desnudos: Sócrates, la muerte de Sócrates fue el acontecimiento que hizo posible todo ese largo reguero de ambiciones.

La Facultad de Ciencias de la Educación de Granada conmemora durante esta semana la figura de aquel vagabundo con cabeza de cabra. A las habituales conferencias y mesas de debate, se une una iniciativa singular: recuperando el modo de enseñar del maestro, un profesor saltará a la Plaza de las Pasiegas, junto a la catedral, y dialogará con los viandantes y les propondrá problemas filosóficos. Sócrates, como Pitágoras, como Buda, como Cristo, consideraba que ningún artificio puede sustituir la lección oral, la colaboración entre oyente y orador en la búsqueda de la verdad; el ejercicio del conocimiento debía llevarse a cabo en comunidad, a través del ejercicio de la palabra, en griego logos, que es lo que distingue al hombre de las bestias.

A Sócrates le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos para vivir: la educación era una cosa mercenaria que sólo las familias más pudientes podían costearse, mandando a sus vástagos a aprender dialéctica a los salones de los sofistas. Los jóvenes cachorros de las clases altas se entrenaban así para dominar la asamblea en las clases de maestros atildados, que se reconocían en Atenas por el boato de sus vestimentas o la suntuosidad de sus perfumes. Sócrates, investido únicamente con su fealdad y una túnica andrajosa, se atrevía a enseñar en público, en mitad de la calle, sin cobrar un céntimo. Han pasado dos mil cuatrocientos años, pero aquel personaje conserva una dolorosa vigencia. No deja de ser hermoso que los profesores se lancen a la calle a predicar, hoy cuando, también, la educación de élite se reserva sólo al número de ceros de la cuenta corriente.


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