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22/05/2004

Francisco José Amparán ● www.elsiglodetorreon.com.mx

Los días, los hombres, las ideas
Y ardió Troya

"Quien ha besado a una mujer ha besado a Helena de Troya" (Jorge Luis Borges)

Así pues, quedó comprobado: esa historia de pasiones, celos, mezquindades, gallardías y honor, sigue teniendo un encanto irresistible, tres y medio milenios después de que la recopilara y contara un rapsoda ciego llamado Homero.

Si me permiten, dos anécdotas personales para ilustrar el punto:

Primera: Por una de esas absurdas vueltas del surrealista sistema judicial mexicano, en el que los grandes bandidos andan libres, inventan complots y hasta piden indemnizaciones, donde la popularidad en encuestas es pretexto para intentar zafarse de la Ley y un pobre diablo que por hambre se roba un Gansito del Oxxo puede terminar en prisión, una amiga (que no era culpable de absolutamente nada) fue a dar, precisamente, a la cárcel. Que era inocente lo sabían las autoridades, las carceleras, las internas y el Arzobispo de Constantinopla… lo cual, entre abogados te veas, le importa muy poco a nuestro glorioso sistema legal. Dado que la ergástula (como la llaman los chicos de la nota roja) no es un ambiente muy seguro que digamos, un grupo de vociferantes amistades solicitamos que se permitiera a un contingente montar guardia por las noches, afuera del área de seguridad (o sea, de este lado de las rejas). Las autoridades accedieron (así tendrían la conciencia), con la condición de que fueran sólo dos hombres quienes cumplieran tan fiera encomienda. Pues bien: ahí donde ven, su servidor, en compañía de un artista gráfico, se fletó varias de esas noches, en condiciones que a Federico Fellini le habrían parecido escandalosamente absurdas.

Por supuesto, ese tipo de noches son espantosamente largas. ¿Cómo matar el tiempo? Pues como lo hacía el hombre desde que es hombre: contando historias. ¿Y qué historia se puede contar que valga la pena en tan aviesas condiciones? Bueno, dadas las circunstancias, uno tiene que echar mano a lo mejorcito del repertorio. Así que, durante varias noches, nos entretuvimos narrando la historia más antigua de Occidente, la más hermosa y la que nos habla más directamente a quienes descendemos de la cultura mediterránea y hablamos un idioma derivado del latín: la que inicia con la maldición de la casa de Príamo y que nos lleva de la mano por la supervivencia de Paris, el rapto de Helena, la cólera de Aquiles, la ruina de Ilión, el regreso de Odisea a Ítaca… los numerosos y vibrantes relatos que giran en torno de la Guerra de Troya, la más famosa que en el mundo ha habido.

Lo interesante es que el auditorio creció con el tiempo. Y cuando de repente desvariaba, yéndome por otro lado para viborear a algún conocido o algo por el estilo, no faltaba una cautiva que, desde otra celda, nos reconvenía para que volviéramos al grano: “¡Sígale con lo del dios ése!”

Así pues, quedó comprobado: esa historia de pasiones, celos, mezquindades, gallardías y honor, sigue teniendo un encanto irresistible, tres y medio milenios después de que la recopilara y contara un rapsoda ciego llamado Homero.

Segunda: Cada vez con más frecuencia me topo con gente de apariencia cuarentona, con pelo igual de escaso que el de un servidor y alegre pancita, que primero me tutea y luego procede a abordarme con la misma horrísona pregunta: “¿A que no te acuerdas de quién soy?” Dado que llevo 27 años de maestro y he tenido varios miles de alumnos, estarán de acuerdo en que es una interrogante sumamente injusta; sobre todo si el desconocido fue mi discípulo en la Preparatoria Carlos Pereyra hace un cuarto de siglo y en aquel entonces sí tenía pelo, no portaba lentes, no se había divorciado dos veces y era un espinilludo que no podía hilar dos ideas seguidas ni aunque la salvación de su alma inmortal dependiera de ello. Luego de aclarar que no tengo el deber de reconocer a alguien que he dejado de ver durante más de veinte años, los interfectos suelen presentarse y recordarme quiénes fueron los más desmadrosos de su generación (que son de los que uno se acuerda por lo general). Uno dice “¡Ah, claro!” (a veces sinceramente) y procede a comentar lo mucho que ha pasado el tiempo y asuntos de profundidad semejante. Pero aunque muchas otras cosas se hayan borrado de las respectivas memorias, una buena parte de quienes pertenecieron a las nueve generaciones que tuve en Pereyra suelen despedirse con estas haladas palabras: “Todavía me acuerdo de La Ilíada”…

Y es que en esos entonces le dedicábamos varios meses a estudiar los clásicos griegos, tomando como base “lo ocurrido en Ilión”. Y se acuerdan no tanto por el tiempo invertido (¿quién recuerda las identidades trigonométricas que estudió durante un arduo semestre?) o lo que un servidor le haya echado de ganas: sencillamente es una historia que no se puede dejar; ni, por lo visto, olvidar.

Todo lo cual viene a cuento por el reciente estreno de una adaptación fílmica de tan sobada y resobada historia. No nos detendremos mucho en la película en sí misma. Sino en lo que representa, precisamente, la narración más antigua de Occidente.

“Troya” es una adaptación competente de una historia más bien compleja, lo que ya es mucho decir. Brad Pitt (Aquiles) demuestra que puede actuar y Peter 0’Toole (Príamo) enseña cómo se debe actuar. Orlando Bloom (Paris Alejandro) vuelve a arrancar suspiros del público femenino y a sacarle jugo a su facha de niño bueno que tan bien le funcionó con Légolas (para colmo, en esta película también resulta arquero. Al rato va a salir de Diana la Cazadora o de Guillermo Tell). Las escenas de las batallas son suficientemente creíbles y la pelea entre Héctor (Eric Bana) y Aquiles es de las mejor coreografiadas que he visto. La Helena que ahí aparece (Diane Kruger) quizá no sirviera de excusa para mover al mundo a la guerra, pero ciertamente está como para ameritar algo más que un pleito de cholos. Y algo que hay que reconocerle a los guionistas y que requirió buenas dosis de imaginación: que dejan fuera a dioses, potestades sobrehumanas y circunstancias mágicas, para que todos los personajes sean tipos de carne y hueso: Aquiles no es invulnerable, ni Paris es salvado por una nube durante su agarre con Menelao (escena que en Pereyra solía arrancar sonoras y quizá justas rechiflas), ni Apolo desata la peste sobre los aqueos por andar agandallando sacerdotisas (cuyas identidades son cambiadas en esta versión, lo que en cierta forma debilita la trama). Todo el argumento se basa en circunstancias puramente humanas. En lo personal, me hubiera gustado que aparecieran los dioses griegos, que según Homero eran igual de bribones, borrachos e infieles (y por tanto, amenos) que los hombres. Pero esta propuesta funciona y hasta ahí le dejamos.

Pero en donde quizá los guionistas estiraron más el argumento fue en lo relacionado a la duración de la guerra: ésta parece peleada por Schwarzkopf, liquidada en una semana o por ahí… siendo que “La Ilíada” narra 54 días del décimo año de la guerra. Sí, leyó usted bien. Cuando empieza esa primera obra maestra de la literatura occidental, los griegos ya llevan más de nueve años sitiando Troya; Aquiles (se lo imaginarán) está ya hasta el tremolante casco de lo pesado y payaso que es Agamenón y todo el mundo lo que quiere es que se termine cuanto antes un asunto tan absurdo para regresar a casa. Todo lo ocurrido antes (los pactos, el rapto) y todo lo que sucede después de los funerales de Héctor y Patroclo (sí, incluido lo del equino de madera) no se cuenta en “La Ilíada”. Homero suponía que eso ya se lo sabían sus contemporáneos y que estaba más comentado que los amores de Chayito. A él le interesaba narrar sólo un episodio (la cólera de Aquiles, que en realidad son dos berrinches) de la guerra. Y luego, en otra obra, se destapó contando las aventuras del regreso a la patria del ingenioso al que se le ocurrió la artimaña del mentado caballo (que es de lo que se trata “La Odisea” ).

No sabemos bien a bien si realmente hubo una Guerra de Troya. Como tampoco sabemos si las ruinas de Troya V (en el sitio explorado por Schliemman hay siete ciudades, una sobre otra), que presentan huellas de incendio, son los restos del reino de Príamo. Ni tampoco cuándo ocurrió el conflicto, si en efecto ocurrió. Lo que tenemos es una larga y copiosa tradición oral, los poemas homéricos, y no pocas tragedias y otras obras de menor aliento referidas al asunto. Todo lo cual, como decíamos, constituye la historia más antigua e influyente de Occidente. Y se nota.

Y es que la saga troyana sigue cautivándonos por varios motivos: primero que nada, porque los personajes están nítidamente dibujados y podemos identificar cualidades y defectos eternos en cada uno de ellos. Príamo es el padre justo pero consentidor, capaz de arriesgar todo por proteger a sus vástagos. Héctor es el hombre noble, decente y leal, a quien cualquiera desearía tener de amigo y encargarle con plena confianza las arracheras para la carne asada (lo que no se merecen muchos mortales). Aquiles es el soberbio violento, que no sabe bien a bien qué quiere y que atropella a quienes tiene delante por obra y gracia de su mera fuerza. Agamenón es el poderoso sangrón, que se siente “políticamente indestructible” (si está alfabetizado, Andrés López debería leer los clásicos y aprendería lo que pasa por andar de hocicón) y pasa por encima de todos. Andrómaca, la mujer de Héctor, es el prototipo de esposa y madre bondadosa, aguantadora y que jala con su viejo para donde sea y como sea… En fin, podríamos seguirle y no acabaríamos.

Y claro, la saga completa es todo un costal de aventuras, intrigas, celos, traiciones, salvajadas, amistades ejemplares y anécdotas que, de una u otra forma son parte del imaginario colectivo de Occidente… colándose incluso a los cuentos infantiles. Cuando los Hermanos Grimm ponen a una bruja envidiosa aventando una manzana en el bautizo de la futura Bella Durmiente, evento al que no había sido invitada, no hacen sino plagiarse una parte del Juicio de Paris, escena que ya había sido contada… unos 30 siglos antes.

Total, que es justo y bueno que esta película nos recuerde nuestras raíces culturales y quizá suscite el interés de los jóvenes por conocerlas. En vista de lo estupidizados que los tiene el Big Brother, cualquier empujón resulta bienvenido.

Consejo no pedido para sentirse todo un mirmidón: Escuche la ópera “Electra” , de Richard Strauss, la gruexex sobre lo que le pasa realmente a Agamenón. Lea “Ulises y Penélope”, de Inge Merkel, novela sobre el héroe, su mujer, la aventura odiséica y esa otra aventura más compleja que es el matrimonio y vean “Ifigenia” (1979), con Irene Papas, sublime y exquisita adaptación de la leyenda sobre por qué Agamenón era odiado por todo mundo… en especial por Aquiles, a quien le jugó cubano y por su esposa Clitemnestra, quien lo va a estar aguardando con el cuchillo cebollero hasta su regreso.

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