El sábado
31de
agosto se
cerró el
festival
de verano
de
Sagunt a
escena.
Y no
lo pudo
hacer de
forma más
brillante.
Si este
cierre es
una
promesa,
como
todos
esperamos,
de las
obras,
montajes
y
adaptaciones
que nos
esperan
en un
futuro,
podemos
pronosticar
que el
teatro va
a gozar
de una
larga y
saludable
vida.
Pero que
nadie se
equivoque:
no quiere
decir
esto que
va a
sustituir
a otras
formas de
distracción,
ni que se
va a
convertir
en un
espectáculo
de masas.
Queremos
decir que
los que
amamos
este
arte,
tenemos
nuevos
argumentos
para
seguir
amándolo,
y que
algunas
personas
de
futuras
generaciones
se van a
tropezar
con algo
que los
va a
hacer
pensar,
vibras y
sentir. Y
no es
poco.
Shakespeare
escribió
la obra
que nos
ocupa en
1599: al
parecer
con ella
quería
denunciar
una
conspiración
en contra
de la
reina de
Inglaterra.
Por lo
tanto,
aprovechó
una
intriga
del mundo
clásico a
fin de
explicar
y
comprender
su época,
y para
advertir
de las
consecuencias
que se
podían
derivar
de tal
intriga.
Planteada
la
intención
inicial
de W.
Shakespeare
está
claro que
éste
aprovecha
la
historia
de Roma
en
beneficio
propio.
Hace una
obra de
teatro y
no
historia.
Ésta, ya
se sabe,
debe
disfrazar
un poco
más la
subjetividad.
Sobre
Julio
César se
ha
escrito
mucho, y
desde
todos los
puntos de
vista.
Sin
embargo,
y pese al
título,
Julio
César no
es el
protagonista
de la
obra, ni
tampoco
del
montaje
de Àlex
Rigola.
Ambos se
inclinan
más por
la figura
de
Brutus,
que es el
verdadero
centro de
interés.
En el
montaje
se
potencia
mucho, y
con
acierto,
el no
saber qué
hacer,
por parte
de unos
personajes,
Brutus y
sus
amigos,
tras la
muerte
del que
los
perturba,
pero que
con su
desaparición
también
les deja
un
terrible
vacío,
pues pone
bien de
manifiesto
las
carencias
de sus
asesinos.
Brutus se
ve
desbordado
por la
acción
que ha
impulsado,
y en la
que
participa.
Jamás, ni
después
de
muerto,
conseguirá
deshacerse
de César,
siempre
presente
en su
mente. De
ahí el
título de
la obra y
las
continuas
apariciones
de éste.
Etéreas.
Por
cierto un
buen
aprovechamiento
de un
bailarín,
Joan
Palau,
para el
papel.
Julio
César
es una
obra ya
tan
clásica
como
pueda
serlo
cualquiera
de
Sófocles,
Eurípides
o Séneca.
A la hora
de
montarla,
por lo
tanto, va
a
plantear
similares
o
parecidos
problemas:
traducción,
adaptación,
posibles
anacronismos,
etc. A lo
que cabe
añadir el
recuerdo
y la
posible
visión de
la
excelente
película
de
Mankiewicz,
con Marlo
Brando en
el papel
de Marco
Antonio.
Son retos
que hay
que tener
en cuenta
a la hora
de
valorar
el
montaje
de Àlex
Rigola y
todo el
excelente
trabajo
del
Teatre
Lliure de
Barcelona.
Un
ejemplo a
seguir.
Un
excelente
grupo de
actores.
Evidentemente
si
queremos
que el
teatro
sea algo
vivo,
hemos de
lograr
desempolvar
las obras
y
hacerlas
actuales.
Sacar a
la luz
todo el
potencial
que
tenían
cuando se
escribieron.
Y hacerlo
sin
traicionar
a la
obra. Ya
sabemos
todos, y
lo hemos
tenido
que
sufrir,
lo fácil
que es
hacer que
una
actriz se
desnude
en
escena,
soltar
una
indirecta
o directa
a la
Iglesia,
o decir
que el
gobernante
nos manda
un
mensaje
en una
botella...
Lo
difícil,
el reto,
es hacer
que la
obra
vuelva a
hablar
como si
se
acabara
de
escribir.
Y lo
primero
que se
debe
tener en
cuenta
para esto
es algo
elemental
y de lo
que nunca
se habla:
el
tiempo.
No es el
mismo
tiempo el
que
dedica un
espectador
actual
que el
que
dedicaba
un griego
o un
inglés de
la época
de
Shakespeare.
Éste debe
concentrarse.
Las
escenas
superfluas,
por lo
tanto,
serán
aquellas
continuas
llamadas
a la
atención
de un
público
mucho más
disperso
y sin la
atención
y
concentración
del
actual.
Desde
este
punto de
vista nos
ha
parecido
modélica
la
adaptación
de
Rigola,
siempre
en busca
de lo
esencial,
de los
elementos
clave y
su
potenciación.
Y la
actualización
de la
obra, el
escenario,
no puede
estar más
lleno de
imaginación
y de
sencillez.
Nos
encontramos
con tres
paredes
blancas,
neutras,
con
varias
sillas,
negras, y
una mesa,
del mismo
color.
Los
actores
van
apareciendo
por el
escenario,
con
camisa
blanca y
trajes
negros,
como si
vinieran
de una
fiesta o
fueran a
asistir a
una
reunión
de
ministros.
Bajo un
círculo
de luz,
algunos
de ellos
corren
como si
estuvieran
sobre la
cinta de
un
gimnasio.
Sin duda
se
preparan
para
algo. Una
suave
música
ameniza
la
espera.
Será en
este
escenario
neutro,
con la
palabra
ROMA en
una de
sus
esquinas,
donde se
urda la
intriga
entre un
poder en
descomposición,
la
República
y otro
emergente,
el
Imperio.
Será aquí
donde se
verán
todas las
carencias
de
Brutus,
el
romántico,
que no se
percata
de los
cambios
habidos,
como el
político
enquistado
en sus
razones,
sin
querer
oír a
nadie. Y
también
será aquí
donde se
subraye
que
igualmente
Julio
César
está
encerrado
en sus
verdades:
ni a los
oráculos
concede
ya ningún
crédito.
Y no lo
hace
porque
sus oídos
se dejan
llevar
por la
adulación,
la mejor
de todas
las
músicas,
como dijo
alguien.
Y la más
peligrosa.
El Teatre
Lliure de
Barcelona
compone
así una
tragedia
sin
grandes
algaradas,
casi
podríamos
decir que
en blanco
y negro:
los
trajes
son todos
negros,
salvo el
de
Porcia,
rojo. Y
las
paredes
del
supuesto
senado
son
blancas.
Muerto
César el
espacio
comienza
a
descomponerse.
Se
mantendrá,
no
obstante,
su ya
precario
equilibrio
hasta la
oración
fúnebre
de Marco
Antonio.
Verdadero
reto para
un actor.
Superado
con
creces
por Pere
Arquillué.
Capaz de
emocionar
y
amotinar
al
pueblo,
que
también
neutro:
monos
azules,
pasamontañas
y gafas
de sol,
se dejan
llevar,
desde la
orquesta,
aprovechamiento
de todo
el
espacio,
por las
vacuas
palabras
de
Antonio
para
hacer lo
que a él
le
interesa.
No lo que
está
bien. O
lo que es
justo.
El
montaje
está
dividido
en dos
partes:
la
palabra y
la
guerra,
Word
y Work,
proyectado
en inglés
sobre una
de las
paredes
para
marcar la
escasa
diferencia
entre una
y la
otra. La
primera
parte
finaliza
con las
masas
siguiendo
como
robots a
Marco
Antonio
quien,
con un
discurso
modélico
desde el
punto de
vista
político,
vacío de
contenido,
pero
emotivo,
consigue
arrastrarlas.
La guerra
se
convierte
en un
derroche
de
imaginación
y
sencillez:
música de
Wagner,
inevitable
referencia
a
Apocalipsis
Now,
de
Coppola.
Y los
actores,
subidos
ahora
sobre
sillas, o
corriendo
infatigablemente,
como
sobre una
cinta de
un
gimnasio,
y creando
con los
pies y
las voces
el
golpear
de los
cascos de
los
caballos
y el
fragor de
la
batalla.
Eso junto
con una
iluminación
de
atardecer
sangriento.
Por
supuesto
que de
las
letras de
ROMA han
caído la
R y la M.
Nos queda
el
principio
y el
final, el
que unas
cosas
llevan a
las
otras, y
que nada
justifica
un
asesinato.
Y menos
la
ideología.
Unas
cosas
llevan a
las
otras, y
siempre,
por
desgracia,
terminan
en
guerra,
en más
muerte y
más
destrucción.
Quizás
esto
finalice
el día
que
aprendamos
a
escucharnos
los unos
a los
otros.
Antes de
que sobre
el campo
de
batalla
no queden
más que
cadáveres.
Si
escuchamos
lo que se
nos dice
quizás
nos
percatemos
de la
vacuidad
del
discurso
de
Antonio.
Pero,
claro, el
testamento
de César
es
promesa
de
dinero. Y
el de
otras
guerras,
que la
bolsa
baje o el
petróleo
sea más
barato y
podamos
salir los
domingos
a
hacernos
la paella
al monte,
aunque
éste se
queme. No
cabe,
pues, más
actualidad
en la
obra de
W.
Shakespeare.
Desde
todos los
puntos de
vista el
montaje
fue
modélico:
adaptación,
escenografía,
puesta al
día, etc.
Con unos
elementos
coherentes,
puestos
al
servicio
de la
acción, y
con unos
actores
excelentes
y un
vestuario
y unos
decorados
tan
sobrios
como
elocuentes.
Nada está
de más.
No ha
podido
ser más
brillante,
por lo
tanto, la
clausura
de
Sagunt a
escena
de este
caluroso
verano de
2003.
Gracias
al
Teatre
Lliure
y a su
inestimable
labor. Un
ejemplo a
seguir.