El asunto comenzó con la llegada a Etruria de un griego de bajo nacimiento que no poseía ninguna de las numerosas artes que difundió entre nosotros el pueblo que con más éxito cultivó la mente y el cuerpo. Era una especie de practicante de cultos y adivino, pero no de aquellos que inducen a error a los hombres enseñando abiertamente sus supersticiones por dinero, sino un sacerdote de misterios secretos y nocturnos. Al principio, estos se divulgaron solo entre unos pocos; después, empezaron a extenderse tanto entre hombres como entre mujeres, aumentando su atractivo mediante los placeres del vino y los banquetes para aumentar el número de sus seguidores. Una vez el vino, la noche, la promiscuidad de sexos y la mezcla de edades tiernas y adultas calentaban sus ánimos, apagando todo el sentido del pudor, daban comienzo los excesos de toda clase, pues todos tenían a mano la satisfacción del deseo al que más le inclinaba su naturaleza […].
Una vez los misterios hubieron asumido aquel carácter promiscuo, con los hombres mezclados con las mujeres en licenciosas orgías nocturnas, no quedó ningún crimen y ninguna acción vergonzosa por perpetrarse allí. Se producían más prácticas vergonzantes entre hombres que entre hombres y mujeres. Quien no se sometiera al ultraje o se mostrara remiso a los malos actos, era sacrificado como víctima. No considerar nada como impío o criminal era la misma cúspide de su religión. Los hombres, como posesos, gritaban profecías entre las frenéticas contorsiones de sus cuerpos; las matronas, vestidas como bacantes, con los cabellos en desorden, se precipitaban hacia el Tíber con antorchas encendidas, las metían en las aguas y las sacaban aún encendidas, pues contenían azufre vivo y cal. Los hombres ataban a algunas personas a máquinas y las echaban en cuevas ocultas, y se decía por ello que habían sido arrebatadas; se trataba de quienes se habían negado a unirse a su conspiración, tomar parte en sus crímenes o someterse a los ultrajes sexuales. Era una inmensa multitud, casi una segunda población, y entre ellos se encontraban algunos hombres y mujeres de familias nobles.
Tito Livio, Historia de Roma, 39. Traducción de Antonio Diego Duarte Sánchez.