
Bernardo Souvirón 15/09/2018
La desaparición de los estudios de humanidades, entendidos como la clase de estudios que hacen libres a los hombres, ha sido el primer paso en el que se ha cimentado, a mi juicio, la situación en la que nos encontramos hoy. El ingenuo optimismo con el que algunas de las nuevas humanidades (la psicología y la pedagogía, especialmente) han afrontado los procesos educativos, han convertido las escuelas y los institutos en auténticas guarderías de adolescentes, donde los objetivos relacionados con el conocimiento, el rigor, el esfuerzo y el deseo de progresar han pasado a un segundo plano. Los alumnos de ESO pueden promocionar de curso casi a discreción, acumular asignaturas suspensas, desconocer los más elementales mecanismos de su propia lengua y despreciar el conocimiento como algo propio de seres extraños, de individuos raros que anteponen la responsabilidad y el estudio a la diversión.
De otra parte, los estudios de sociología y economía, alejados del concepto fundamental de la filantropía, es decir, del “amor por el ser humano” y de los “sentimientos humanitarios” han hecho florecer a expertos en estadísticas, a adivinos que pronostican un futuro basado en las cifras de sus encuestas, y, sobre todo, a un tipo emergente y triunfante de economista que puede soportar sin pestañear el drama de millones de parados pero que, en cambio, se aterroriza o se escandaliza ante un aumento de medio punto en la previsión de déficit.