Emilio Lledó www.elpais.com 24/11/2012
Lo primero fue el habla. Una necesidad de sentir la compañía de los otros, de arrancarse de la originaria soledad, de emitir sonidos que la lenguafue articulando, modulando, convirtiendo en palabra. A esa voz, enriquecida a lo largo del tiempo, el “filósofo”, como llamaban a Aristóteles, dijo que era un soplo, un “aire semántico”. No sólo un grito. Ese aire decía cosas, señalaba los árboles, los mares, las estrellas, alumbraba ideas que, en principio, eran “lo que se ve” y en esas “visiones”, creaba comunidad, solidaridad, amistad. Surgía así un universo en el que los seres humanos comenzaron a sentirse y entenderse. Los primeros textos en los que encontramos el sustantivo mito, (mythos), por ejemplo en la Ilíada, significa “palabra”, “dicho”, “conversación”.
Ese aire semántico, ese soplo de la vida, del cuerpo, empezó a llenarse de deseos, de sueños, de sentimientos, y el mito, la voz que entonaba los hexámetros sonoros, se cargó de contenidos en los que se roturaba el mágico, misterioso, territorio de la imaginación. El aliento que se escapaba de los labios de los rapsodos cantaba ya las lágrimas de Aquiles, la constancia de Odiseo, el amor de Nausicaa, la tristeza de Antígona, Un enriquecimiento, pues, de esos largos orígenes en los que las palabras habían servido para comunicar a los que vivían a nuestro lado la inevitable, gozosa, penosa a veces, experiencia del cuerpo y su destino. La literatura, el lenguaje, que ya no indicaba sólo el mundo de las cosas que veíamos, iba, poco a poco sembrando, inventando los mitos. El aire semántico revestía las palabras de una luz tan intensa que podíamos descansar en ellas nuestras cabezas, y afirmar así todo lo que jamás podrían alcanzar nuestras manos, ni vislumbrar nuestra mirada.